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NUEVO LIBRO DE DE LA FUENTE

Ele­na Po­nia­tows­ka es­cri­bió el pró­lo­go de La sociedad do­li­da, li­bro en el que, afir­ma, el au­tor ha­ce una con­fron­ta­ción de te­mas in­ter­na­cio­na­les con los in­ter­nos.
Ele­na Po­nia­tows­ka es­cri­bió el pró­lo­go de La sociedad do­li­da, li­bro en el que, afir­ma, el au­tor ha­ce una con­fron­ta­ción de te­mas in­ter­na­cio­na­les con los in­ter­nos.

Con frecuencia tengo la impresión de que vamos por detrás de los tiempos. Los males sociales siguen acosándonos y pareciera que a veces nos resignamos a aceptarlos con el dolor con que un paciente escucharía el diagnóstico de un médico que lo priva de toda esperanza. Quizás el símil viene de mi formación como psiquiatra, que ha definido mi forma de entender el comportamiento humano e influye a menudo mis reflexiones.

Soy médico, veo al mundo como un organismo interconectado que, en respuesta a tantos desajustes, tarde o temprano acaba por colapsar. Síndrome de falla orgánica múltiple, dirían mis colegas. En una enfermedad, el desvío fisiológico se expresa a través de un cuadro sintomático cuya evolución se vuelve más o menos previsible. Entonces el padecimiento desgasta, corrompe y consume lenta y secretamente al cuerpo. También al espíritu, a la psique. Pasa lo mismo con las sociedades que por diversas razones se ven afectadas por el crecimiento anómalo e incesante de una dolencia a veces visible o más típicamente interna. Eso ocurre porque hay una relación dialéctica entre lo biológico y lo social (que pasa por lo emocional), entre el ciudadano y sus relaciones comunitarias. Cuando en un organismo vivo las partes no concilian de manera armónica con el resto, el desajuste aparece y se convierte en una señal de alerta. Si antaño a la tuberculosis se le admitió como una enfermedad de las privaciones, hoy ciertos tipos de cáncer pueden concebirse como expresiones patológicas asociadas con el exceso de las emisiones tóxicas de la economía industrial.

Al ejercicio de la medicina no le es ajeno entender el impacto de las condiciones sociales, económicas o tecnológicas en la vida de la gente. Desde esa visión escribí estos textos para un público más amplio, diverso. Es muy variado el rango de temas tratados, pero la información, en apariencia dispersa, posee un hilo en común: entender la agenda social como un análisis clínico sobre nuestras dolencias sociales. El malestar ciudadano viene de la inconformidad, del hartazgo de la gente en respuesta a la injusticia derivada de un modelo de desarrollo global que, sin dejar de tener algunas ventajas, al menos potenciales, ha abierto más la brecha entre los que tienen y los que no, entre aquellas pocas vidas que los gobiernos han decidido proteger en relación a aquellas que han decidido abandonar.

Mientras los conflictos se agravan (la corrupción, la inequidad, el desprestigio de la política, la codicia de los mercados, la violencia colectiva, la imaginación depredadora de los charlatanes; el cinismo, el colapso de las fronteras, la soledad global, el grave daño climático, el rezago educativo no sólo lamentable sino abiertamente peligroso), lo que no parece remitir es la desconfianza ciudadana, la crisis de esos cuerpos que se mueven inestables en un mundo donde el empleo es escaso, donde la tecnología remplaza a las personas, donde las mujeres o los periodistas mueren por razones inexplicables, donde la economía del consumo y el desecho están acabando con el planeta, donde los intereses remplazan a los afectos, donde la ignorancia se extiende como la más peligrosa de las enfermedades y origina a todas las demás. El repliegue del ciudadano a su vida privada es una secuela de ese resentimiento acumulado frente a todo tipo de disparidad.

La imagen de esa radiografía social se hace más evidente con el ascenso de Trump a la presidencia de Estados Unidos, que puede leerse como la respuesta de una sociedad que se creyó el discurso de un xenófobo (quien trata por cierto a algunos ciudadanos como si fueran focos de contagio), un tanto porque está dividida y pulverizada y otro porque está inconforme con los resultados de un modelo neoliberal cuya promesa de reducir la desigualdad nunca se cumplió.

Parece que hemos aceptado que lo político es necesariamente violento porque está sustentado sobre el principio de la exclusión. Y hoy, lejos de reconocer las diferencias, esa exclusión se ha vuelto más honda y es lo que caracteriza a esta época. Todos somos parte y testigos de la forma en que este mundo global ha improvisado una subordinación total a los mercados cuyas consecuencias han rebasado lo esperable. El llamado orden global ha sido orden especulativo y rapaz para unos pocos, y desorden, desequilibrio e inequidad para los más. Detrás de un marco económico interesado sobre todo en la libertad del sujeto (pero no para decidir sobre su destino sino para someterlo a sus leyes), en medio de un sistema que no ha dudado en erradicar muchas de las políticas públicas de bienestar, argumentando a veces con razón sobre la ineficiencia y la corrupción en la que vive, para el ciudadano los resultados han sido traumáticos. Entre otros, podemos contar: el enriquecimiento desvergonzado de unas cuantas élites internacionales y locales, la desigualdad social llevada al extremo y la precarización de los sectores de por sí vulnerables. Que no nos sorprenda entonces que algunas de las recientes crisis sanitarias como el Ébola o el Zika estén ligadas a las asimetrías en materia de salud en una sociedad cada vez más globalizada, sí, pero mucho menos solidaria de lo que pensamos. Al igual que ocurre con algunos trastornos psiquiátricos, los problemas psicosociales tienen un vínculo directo con un sistema que los priva de sus derechos más básicos.

Pasa con México. Aquí los gobiernos han hecho que prevalezca un sentimiento de inseguridad individual y colectiva que hace de la rutina diaria un asunto agobiante. Tal vez por eso la sociedad no se imagina a sí misma con la fuerza para cambiar su rumbo. Desconectada entre clases sociales, limitada, sumida en el día a día con tal de sobrevivir, no logra hacer consensos ni dirige esa ira para transformar a un régimen que ha sistematizado la miseria, la ignorancia, y sólo está pendiente de la gente cuando llegan las elecciones. ¿Y cómo la sociedad debería enfrentarse a lo que le pasa encima, si además se encara un nivel de violencia que no deja mucho margen para reaccionar?

El daño psicológico que significa vivir en un país donde los crímenes sociales se reiteran es aún incalculable. En mi estimación, será de graves consecuencias. Ni se resuelven los problemas de siempre (la injusta distribución de los recursos o la falsa civilidad debajo de la cual se esconde la corrupción institucionalizada), ni se detienen aquellos que atentan contra la integridad psíquica y física de la gente (me refiero al estrés, la angustia y la depresión como asuntos sintomáticos de la inestabilidad económica y social, pero también al colapso nervioso provocado por las tantas muertes en la fallida estrategia contra el crimen organizado y, en otro ámbito igualmente importante, a enfermedades potencialmente prevenibles pero indisolublemente ligadas a los niveles de pobreza y a la falta de educación, como es el caso del sobrepeso, la obesidad y la diabetes).

El malestar ciudadano es, pues, una categoría diagnóstica. En el cuerpo y en el talante se encuentran las reacciones secundarias a esa tensión. No hemos sabido enfrentar los trastornos emocionales derivados de la desintegración del tejido social y la desaparición de los espacios comunitarios. Ni medir los alcances de un mundo interconectado donde hay más desconexión interpersonal que nunca. Lo que faltan son espacios regulados que permitan a la población ejercer su autonomía en diversos ámbitos: en su libertad a decidir su orientación sexual, en optar o no por la maternidad porque al final son las mujeres y no las iglesias ni los partidos políticos quienes deben decidirlo, en su deber de informarse y educarse para enfrentar los abusos en el consumo o cualquier tipo de dependencia (de ahí que haya dedicado tiempo y energía al debate irresuelto que tenemos con las drogas como tema de salud y de seguridad pública), en su reclamo a recibir los medicamentos necesarios, sean derivados de opioides u otros, cuando la enfermedad física llega, en su derecho a una muerte digna.

No saber la verdad, daña. No tener expectativa de futuro, daña. Vivir bajo los efectos psicológicos y sociales de la negra historia de criminalidad de un país, daña. Estar en una sociedad incapaz de tener empatía con los otros, daña. En estas reflexiones el lector hallará un diagnóstico que no pretende ser exhaustivo en revisar todos los problemas que afectan el ánimo mundial y nacional, pero sí una perspectiva sustentada y crítica con algunas situaciones sobre las cuales había que comentar de manera responsable.

Por el momento tenemos suficientes elementos tóxicos que han entrado al cuerpo para desequilibrarlo: la desmesura del gran capital, la deshonestidad de los políticos, el proteccionismo a ultranza, el populismo, la demagogia, las viejas fórmulas de apariencia novedosa, la indolencia, la ignorancia, todos ellos negando la posibilidad de un presente más sano. A mi juicio, la némesis social es la más riesgosa. No hay nada peor que resignarse a la neurosis colectiva que cotidianamente nos acecha. Hay que renunciar, día con día, a la vulgar incongruencia en la que estamos inmersos. Tenemos derecho a tratar de ser felices, aunque nunca será fácil medirlo con certeza.

En el curso de toda enfermedad hay un momento de crisis y aunque ésta no es agradable, puede tener su vertiente positiva. Previo al desarrollo de la ciencia moderna, muchos creían que la enfermedad era una expresión del carácter del paciente, un resultado de su voluntad. La presencia de la enfermedad, escribió Schopenhauer, significa que la voluntad misma está enferma. Lo que es un hecho es que, en la remisión de algunas enfermedades, la parte sana de la voluntad juega un papel importante. Por eso la pregunta de esta aproximación diagnóstica es si seremos capaces de revertir las tendencias que nos agobian, de buscar los paliativos para remitir nuestras dolencias sociales. Caben por igual respuestas pesimistas, entusiastas o escépticas. O las que surjan, para cualquier efecto. Las mías procuro que sean objetivas, rigurosas, pragmáticas, porque el trabajo del médico es prevenir siempre que se pueda y ayudar a la gente a encarar sus padecimientos cuando éstos lleguen. En todo caso, siempre cabrá una segunda opinión.

“El malestar ciudadano viene de la inconformidad, del hartazgo de la gente en respuesta a la injusticia derivada de un modelo de desarrollo global que, sin dejar de tener algunas ventajas, ha abierto más la brecha entre los que tienen y los que no”

“Parece que hemos aceptado que lo político es necesariamente violento porque está sustentado sobre el principio de la exclusión”

“No hay nada peor que resignarse a la neurosis colectiva que cotidianamente nos acecha. Hay que renunciar, día con día, a la vulgar incongruencia en la que estamos inmersos”

“No tener expectativa de futuro, daña. Vivir bajo los efectos psicológicos y sociales de la negra historia de criminalidad de un país, daña”

JUAN RAMÓN DE LA FUENTE

Profesor emérito de la UNAM